Iba pensando en qué decir
cuando me abriera la puerta, ¿A qué iba realmente? ¿Cuál era mi excusa? Para mi
sorpresa la puerta estaba abierta y todas mis elucubraciones carecían de
sentido, lo cual me hizo sonreír.
La casa parecía desierta, las
cortinas y estores no dejaban entrar una claridad aplastante de julio, el
ambiente fresco se agradecía. Es curioso como las casas antiguas lo que mejor
conservan es el frío del tiempo, ese tiempo pasado que nunca fue mejor.
El silencio hacía que mis
pasos fueran cautos y espaciados, no quería alertar a quien, quizá, estuviera
reposando. Pronto escuché el teclado de un ordenador desde alguna habitación
cercana, unos golpes secos, enérgicos y quizá estresados, aporreaban las
letras, que, sumisas, obedecían y plasmaban las palabras y signos que su autor
decidía. Supe que iba a ser fácil llegar sin ser oída.
Allí lo encontré, sentado en
una silla de madera que aún olía a barniz, recuerdo fugazmente mi extrañeza por
la elección de semejante asiento... pero mi vista pronto se detuvo en su
espalda, en los movimientos de los hombros, movimientos vigorosos y sensuales.
No llevaba camiseta, tan solo un pantalón muy fino de rayas blancas y azules,
sus pies, descalzos, descansaban sobre las puntas de sus dedos.
De pronto dejó sus manos en
suspenso encima del teclado, inspiró con fuerza y mi olor llenó sus pulmones y
su cerebro, pero no se volvió. Echó su cuerpo hacia atrás y sus movimientos me
llamaron. Me acerqué despacio, sabiendo que él sabía.
Bajo un imperceptible rayo de
sol, se quemó el celuloide.